martes, 31 de marzo de 2015

Incendios y terremotos o ¡Sálvese quien pueda!

Vivíamos en un octavo piso, con una amplia terraza que daba a una hermosa plaza. Toda la familia al completo, estábamos cenando cuando se escucharon unas voces. Alguien, no recuerdo quién, abrió la puerta de la calle y se asomó por la escalera. Volvió muy nerviosa gritando que había fuego. ¡Sálvese quien pueda! Corrieron y cogieron el dinero, algunas joyas, posiblemente la documentación... y yo también fui a rescatar lo más preciado para mí: mis álbumes de cromos y mi pez. Cuando llegamos al portal, yo con mi pecera y mis álbumes de cormos, todo habían pasado ya, falsa alarma, sólo había sido un pequeño conato de incendio que rápidamente había sido sofocado.

Unos años después, también por la noche, ya estaba acostado y profundamente dormido como era habitual en mí. Sin embargo no dormía solo, ya que compartía la habitación con mi loro Sinforoso, un loro jovencito y parlanchín, que descansaba en su gran percha metálica bajo la cual había una gran plataforma para que cayesen allí sus cacas y sobre la que podía moverse libremente dentro del margen de libertad que le dejaba la cadena que iba sujeta a una de sus patas.

Estaba, como decía, plácidamente dormido cuando me despertó un alboroto inusual. El loro parecía haberse vuelto loco y no paraba de chillar y revolotear ya que, por más que agitase las alas, al estar sujeto por una cadena no podía alejarse de su plataforma. Cuando encendí la luz noté cómo la cama vibraba y la lámpara del techo se balanceaba enérgicamente de un lado a otro. Salté de la cama y me asomé corriendo a la terraza a la que ya habían llegado los demás miembros de mi familia. Un ligero vibrar de los cristales de las ventanas aún se escuchaban mientras las lámparas de los techos se movían ya ligeramente. Desde la terraza vimos cómo algunas personas habían salido a la calle pero, antes que decidiésemos hacer cualquier cosa, el temblor cesó y poco a poco volvió todo a la normalidad.

martes, 24 de marzo de 2015

Rafael, o cuando los muertos se aparecen

Mi tío Rafael era algo mayor que mi padre. Compraron a medias, un piso en Madrid y, mientras mi padre continuaba con su farmacia en Daimiel, él se vino a vivir a Madrid, a dar clases de Matemáticas y Ciencias en el Instituto Cervantes. Durante varios años vivió solo en el amplio piso de Madrid. Se dedicaba por entero a su trabajo y a sus amigos, a preparar las clases y a leer. El piso fue adquiriendo su impronta personal. El salón era su despacho, con un gran escritorio y un amplio tresillo. En su dormitorio, a pesar de ser interior y en un octavo piso, la doble ventana y la doble puerta le aislaba totalmente del exterior. Como casi todos los miembros de mi familia tenía la manía de guardar todo, hasta las cosas más inservibles, y la gran terraza era como un tenderte de El Rastro. Una asistenta (que dejaba el gas encendido toda la mañana para ahorrar cerillas) le preparaba la comida y arreglaba algo la casa. Al mediodía comía pescado y por la noche carne. Tenía su buen trabajo y una total independencia: hacía lo que le daba la gana.

Nosotros, de vez en cuando, hacíamos un viaje a Madrid y lo visitábamos. Era muy agradable y nos llevábamos muy bien con él; a fin de cuentas, él –como profesor- estaba acostumbrado a tratar con chicos.

Pero un buen día acabó su paz. Mi padre decidió venir a vivir a Madrid al piso que era de los dos. Poco a poco fue perdiendo terreno y quedó reducido a su habitación personal. A fin de cuentas, él era uno y nosotros éramos cinco. Sin embargo, y a pesar de todo, las relaciones fueron buenas y nunca hubo roces fuera de lo normal.

Su buen carácter, su amplitud de conocimientos y su capacidad para la docencia, hicieron que me sintiese atraído por su compañía, aunque ahora echo de menos no haber mantenido con él más conversaciones. Tenía una enfermedad dermatológica en las piernas, a la que siempre atribuí su olor especial quizás por el tratamiento que se aplicase en las mismas.

Y fueron pasando los años, y un verano como tantos otros marchó a Daimiel. Unas semanas después recibimos una llamada del médico de cabecera: estaba muy enfermo. Rápidamente mi padre cogió el primer tren. A mitad del camino, sentado tranquilamente en su vagón, mirando por la ventanilla, algo le sobresaltó. “¡Gaspar, Gaspar!”. Escuchó una voz que gritaba su nombre y creyó reconocer esa voz: era la de su hermano Rafael. Se volvió al instante pero no vio nada fuera de lo normal ni ningún otro compañero de vagón mostró el más leve signo de que algo fuera de lo normal hubiese sucedido; pero mí padre sí que había escuchado una voz que repetía dos veces su nombre, y estaba seguro que esa voz era la de mi tío.

Llegó a Daimiel y se dirigió a la casa, pero ya era tarde: mi tío Rafael había muerto unas horas antes, justo durante el trayecto que mi padre hacía en tren desde Madrid.

Pero no fue entonces, sino años después, cuando mi padre le comentó al médico de cabecera que atendió a mi tío y permaneció junto a él en el preciso instante de su muerte, la experiencia que había tenido en el tren cuando se dirigía a Daimiel. El médico se sorprendió y le confesó a mi padre que justo en el momento de la muerte mi tío Rafael lo llamó y dijo dos veces su nombre: “¡Gaspar, Gaspar!”.

Pasaron más años y la casa de Madrid había sufrido grandes cambios: nueva pintura, nuevos muebles, nuevo reparto de habitaciones... la que antes fuera la habitación de mi tío, ahora era la mía.

Una noche estaba con dos amigos en el salón y hablábamos, precisamente, de mi tío. No había nadie más en la casa, pues toda la tarde la habíamos pasado solos. La única luz era la de la lámpara de pie del salón. En un momento dado, algo surgió y tuve que levantarme para ir a mi cuarto a coger alguna cosa. Abrí la puerta del largo pasillo que cerré al pasar. Avancé, apenas sin luz durante unos metros cuando un frío intenso bañó todo el pasillo; parecía como si en pleno invierno se hubieran dejado abiertas todas las ventanas... pero no era invierno y además todas las puertas que daban al pasillo estaban cerradas. Fuertemente impresionado llegué hasta el interruptor de luz y lo accioné. Ahora había luz pero el frío continuaba y ahora un fuerte olor bañaba todo el pasillo: ¡el olor de mi tío! Me quedé paralizado, mirando a todas partes pero sin ver nada, mientras el frío y el olor continuaban. Como pude, me di la vuelta y regresé hasta el salón. Mi llegada sorprendió a mis amigos, sobre todo por la cara de susto que llevaba. Les conté lo sucedido y sin movernos del salón, permanecimos allí quietos hasta que fue llegando el resto de mi familia. La normalidad del pasillo se había restaurado pero hoy, muchos años después, sigo reviviendo ese episodio como si se tratase del primer día.

martes, 17 de marzo de 2015

Gente rara

Acabo de leer el libro “Secuestrados por extra-terrestres”, de Antonio Ribera, un libro que –por cierto- me ha entusiasmado. En él se cita a Enrique de Vicente y José Antonio Campaña, dos grandes investigadores del fenómeno OVNI y a los que hace tiempo conocí y salimos varios días juntos. Lo mío quedó en una pura y simple afición, mientras que lo suyo se transformó en auténtica profesión.

Tendría entonces 17 años,  recuerdo las reuniones en el café Lyon, hablando sobre OVNIS, extraterrestres y el affaire UMMO. Allí estaba como centro de atención Fernando Sesma, un hombre en apariencia normal pero que manifestaba estar en contacto con los Ummitas, dedicándose a escribir artículos, algún que otro libro y a darnos charlas en aquél café. Recuerdo que Fernando Sesma vivía por mi barrio y más de una vez al verlo pasar me decidí a seguirlo. Su pelo era blanco ensortijado, su andar ligero, y me pareció descubrir que también tenía algún que otro tic nervioso. Tal vez se diera cuenta en algún momento de aquél seguimiento que le hacía y pensase en el precio de la fama que supone ser siempre el foco de atención de los moscones... o puede que quizás presintiese que lo estaba siguiendo algún extraterrestre o alguien de la CIA.

Para incrementar mis relaciones con otros aficionados a estos temas, publiqué un anuncio en revistas especializadas. Fue así como se puedo en contacto conmigo un hombre de unos 30 años que –según decía- había mantenido contacto con extraterrestres. Quedamos una tarde en una cafetería cerca de la Puerta del Sol. Su aspecto era normal, alto, fuerte... me comentó que había estado en la Legión y allí fue donde una noche, mientras paseaba por el desierto, vio una luz que se acercó, un OVNI, manteniendo después contacto con sus tripulantes. No quiso revelar más detalles –seguramente mi excesiva juventud no le inspirase la suficiente seriedad- y quedamos en que me llamaría otro día para hablar más sobre este tema... una llamada que –por supuesto- nunca llegó a producirse.

Por nuestra cuenta, en el grupo de amigos que formábamos, estos temas de conversación estaban a la orden del día y era lógico, por tanto, que saltasen las fronteras estrictas de la “pandilla”. Fue así como por un conocido de un conocido, nos pusimos en contacto con un chico de 18 años que había vivido unas extrañas experiencias, esta vez lindantes con la religión.

Se le había diagnosticado una grave enfermedad –no recuerdo el nombre- que le afectaba los pulmones y de la que había constancia tanto analítica como radiológica. La única esperanza que le quedaba era la intervención quirúrgica. La víspera de la operación estaba en su cama del hospital rezando, tremendamente preocupado por la importancia de dicha operación... y decidió en aquél momento escribirle un poema a la Virgen. Antes de acostarse entró en la capilla a rezar e introdujo el pequeño papelito con el poema en una vela que encendió frente a la imagen de la Virgen. Allí estuvo rezando hasta que comprobó había ardido por completo su mensaje. Por la noche, en sueños, vio a la Virgen que le dijo que ya estaba curado y no necesitaba operarse. A la mañana siguiente lo despertaron para irlo preparando con vistas a la intervención quirúrgica. Entonces él saltó de la cama y dijo que estaba curado, que la Virgen se lo había dicho. Trataron, al principio, de calmarlo, pero él siguió insistiendo y pidiendo que le hiciesen nuevas radiografías para que se convenciesen. Tanto fue así que al fin accedieron y cuál no sería su sorpresa al comprobar unas imágenes radiológicas completamente normales.

Un tiempo más tarde, este mismo chico volvió a vivir otra experiencia de estas características. Estaba dormido en su cuarto cuando un fuerte viento se desató... ¡dentro de la habitación! La ventana tan solo tenía abierta una rendija y la noche estaba en absoluta calma. Se despertó sobresaltado viendo el movimiento de cortinas y hasta cómo la alfombra, enrollada y colocada detrás de la puerta, caía al suelo. Un resplandor  llenó la habitación y una fuerte luz –pero no cegadora-  pareció adquirir la forma de un triángulo ante él. Esta visión permaneció unos segundo ante sus ojos para después desaparecer, mientras sus padres entraban en su cuarto alarmados por el ruido que había hecho la alfombra al hacer.

martes, 10 de marzo de 2015

Adolfo, el comunista

Muchas fueron las anécdotas de nuestras correrías. Mi amigo Adolfo, el comunista, y yo, fuimos grandes amigos. Cierto es que nuestros puntos de vista sobre muchas cuestiones religiosas y políticas (fundamentalmente) eran distintas; sin embargo cada uno respetaba la opinión del otro. El hecho cierto es que congeniábamos muy bien, quizás porque los dos necesitábamos ese amigo diferente que pusiese contrapunto en nuestras vidas. He aquí recogidas algunas de esas anécdotas:

Sacamos entradas de los más barato para ir a ver en el Palacio de los Deportes el espectáculo “Carnaval en Río”. Comenzamos en nuestras butacas, situadas en lo más alto y fuimos colándonos poco a poco hacia abajo. Al final acabamos en el patio de butacas y sólo nos faltó salir a bailar al escenario.

De Adolfo también recuerdo, firmemente grabada, una excursión a Manzanares en Real. Tuvo lugar al final del invierno y estuvimos una semana en el chalet de Jorge (amigo de Adolfo), los tres solos. Por el día jugábamos en el campo, entre los enormes peñascos, y prácticamente todo el tiempo a indios y vaqueros. ¿Por qué? La razón era muy sencilla y plenamente justificada: allí estaban abandonados los restos del plató de exteriores de una película del Oeste. Allí en el Rancho organizamos tremendas peleas, dejando más maltrechos aún los restos del decorado. Tal vez sirviesen para una co-producción muy mala que después vi en el cine y de la que me quedó grabada una escena: unos vaqueros vagan sedientos entre las rocas del desierto mientas en un plano aparece detrás de ellos... el embalse de Manzanares el Real repletito de agua. Por la noche, junto al fuego de la chimenea, largas partidas de cartas; el reposo de los guerreros.

Pero quizás lo más memorable de nuestras diversiones fueran las simulaciones reales que hicimos de aquél famoso programa de televisión que se llamaba “Objetivo indiscreto”. Recordemos tres de aquellas puestas en escena...

1.- Salió a pasear por la calle con una camisa de Boy Scout que yo le dejé, y con un... ¡paraguas abierto!... y era una agradable y despejada noche de verano. La gente lo miraba, se reía, hacían comentarios; y él, muy digno y sin inmutarse continuaba caminando muy serio con su paraguas abierto mientras yo iba detrás, a cierta distancia, observando todo y partiéndome de risa.

2.- Se puso una piel de conejo en la cabeza, a modo de peluca, y un sombrero de paja encima. Nos fuimos a una cervecería, yo pedí un tinto y él un tinto con... leche. El camarero, sorprendido y sin saber cómo reaccionar ante ese loco o gamberro, le contestó que no tenían leche. “Pues un tinto solo”, pidió Adolfo. Cuando se lo hubieron servido, cogió el vaso, lo elevó y comenzó a olerlo y a mirarlo al trasluz, ante la mirada sorprendida de todos.

4.- Pero el mayor éxito de todos fue este: Iba vestido con un impermeable de plástico, de color azul marino; una prenda de vestir muy normal en aquella época. En un bar compró un pan gallego, redondo, de 40 cms. de diámetro... enorme. Yo me aparté y me situé a unos 100 metros de la escena para que nadie nos relacionase y pudiese pensar que se trataba de una gamberrada. Se dirigió a un banco junto a la salida del metro de la plaza de Quevedo, se sentó y empezó... a comerse ese enorme pan a bocados. Inmediatamente la gente se fijó en él y se reían, comentaban algo y seguían su camino; hasta que al cabo de tan solo tres o cuatro minutos,  alguien se paró a mirar. 

A partir de se momento empezó a detenerse más gente y se fue formando un corrillo a su alrededor, todos riendo y comentando aquella insólita escena, mientras Adolfo, ignorando todo lo que sucedía a su alrededor, continuaba pegándole bocados a aquél enorme pan. El corrillo fue creciendo y creciendo. La gente empezó a decirle cosas como: “¿Qué, hay hambre? ¿Está bueno? ¿Llevas mucho tiempo sin comer?”, etc. Él, sin inmutarse, respondía escuetamente a aquellas preguntas y continuaba a lo suyo. Una señora salió del bar que había enfrente y le dio un vaso de vino para que pudiese beber algo y no se atragantase. Alguna voz decía: “Mira, eso debe ser del ‘Objetivo indiscreto’”. Tanta gente se fue congregando a su alrededor que la acera quedó totalmente colapsada y la gente que salía del metro ya no podía avanzar por la acera.

Llegó entonces un policía y, mientras ordenaba a la gente que circulase y no se quedase ahí  mirando y obstruyendo el paso, le preguntó a Adolfo que qué era lo que hacía. Adolfo, con la mayor caradura y sangre fría del mundo, respondió: “Nada, tenía hambre y me he sentado aquí a comer”. “Pues vete a comer a otro sitio que mira la que has organizao”, le dijo el policía, mientras le confesaba que “te advierto que he estao un rato mirando en los alrededores por si veía la camioneta de televisión, porque me creía que era eso del ‘Objetivo indiscreto’, pero como no la he visto he tenido que venir aquí a despejar esto”. Adolfo se fue tranquilamente andando, con su enorme pan debajo del brazo, y yo me reuní con él. La risa todavía me dura al recordarlo. ¡Hay que ver qué pareja: mis ideas y su caradura!

martes, 3 de marzo de 2015

Pasión por los bolos

Eran tiempos de guateques a todo pasto, y de ir de chica en chica, sin fijeza, buscando. Con igual fuerza me atraían el salir con los amigos y la reciente afición a los bolos. Solíamos ir a “Bolín”, en la calle Céa Bermúdez. Allí jugábamos normalmente una partida de bolos grandes y otra de bolos pequeños (lo que era pequeño no eran los bolos sino las bolas pero, aunque nos gustaba más jugar a los grandes, también nos apetecía la diversidad y el probarlo todo). Aunque según las reglas sólo se podía tirar 11 veces (10 de la partida más una que te dejaban tirar de propina y que servía de calentamiento) nosotros hacíamos trampa y, sin que se diese cuenta el encargado, solíamos tirar alguna vez más.

Aún recuerdo aquellos momentos, sentados cómoda-mente frente a la pista, con el cubalibre a mano y el cigarrillo rubio inglés para darnos importancia. Al otro lado de la pista había una zona reservada a las parejas; era algo así como un laberinto lleno de sofás con múltiples esquinas para preservar la intimidad, y todo en ello en penumbra y con música romántica de fondo. Por la imaginación, pasaba alguna vez el deseo de ocupar uno de aquellos lugares con una chica a nuestro lado, sin embargo íbamos a jugar a los bolos y eso era lo que hacíamos.

Como en todo juego, el rito estaba presente: revisar las bolas, cogerlas y sopesarlas, y por fin elegir una; después, mirar al fondo y comprobar que los bolos estuviesen correctamente colocados (en aquella época era un chico quien de forma manual los iba colocando en su sitio después de cada tirada); agacharse y mirar, tratando de calcular la fuerza y dirección necesarias para el acierto; una última respiración y la bola que salía disparada con efecto; y finalmente, la vista siguiéndola con ansiedad, el estrépito y el salto de alegría o la cara de resignación según hubiese sido el resultado. Muchos “plenos” conseguí, aunque también algún que otro “canalillo”. Y al final de la partida era costumbre lanzar no una bola, sino una moneda para que el encargado, allí al fondo de la pista, la recogiese como propina. Después la calle, ya de noche, caminando y hablando, con la juventud explosionando, así como las ganas de volver allí otro día para jugar una nueva partida tan pronto tuviésemos más “pasta” fresca para hacerlo.