martes, 24 de marzo de 2015

Rafael, o cuando los muertos se aparecen

Mi tío Rafael era algo mayor que mi padre. Compraron a medias, un piso en Madrid y, mientras mi padre continuaba con su farmacia en Daimiel, él se vino a vivir a Madrid, a dar clases de Matemáticas y Ciencias en el Instituto Cervantes. Durante varios años vivió solo en el amplio piso de Madrid. Se dedicaba por entero a su trabajo y a sus amigos, a preparar las clases y a leer. El piso fue adquiriendo su impronta personal. El salón era su despacho, con un gran escritorio y un amplio tresillo. En su dormitorio, a pesar de ser interior y en un octavo piso, la doble ventana y la doble puerta le aislaba totalmente del exterior. Como casi todos los miembros de mi familia tenía la manía de guardar todo, hasta las cosas más inservibles, y la gran terraza era como un tenderte de El Rastro. Una asistenta (que dejaba el gas encendido toda la mañana para ahorrar cerillas) le preparaba la comida y arreglaba algo la casa. Al mediodía comía pescado y por la noche carne. Tenía su buen trabajo y una total independencia: hacía lo que le daba la gana.

Nosotros, de vez en cuando, hacíamos un viaje a Madrid y lo visitábamos. Era muy agradable y nos llevábamos muy bien con él; a fin de cuentas, él –como profesor- estaba acostumbrado a tratar con chicos.

Pero un buen día acabó su paz. Mi padre decidió venir a vivir a Madrid al piso que era de los dos. Poco a poco fue perdiendo terreno y quedó reducido a su habitación personal. A fin de cuentas, él era uno y nosotros éramos cinco. Sin embargo, y a pesar de todo, las relaciones fueron buenas y nunca hubo roces fuera de lo normal.

Su buen carácter, su amplitud de conocimientos y su capacidad para la docencia, hicieron que me sintiese atraído por su compañía, aunque ahora echo de menos no haber mantenido con él más conversaciones. Tenía una enfermedad dermatológica en las piernas, a la que siempre atribuí su olor especial quizás por el tratamiento que se aplicase en las mismas.

Y fueron pasando los años, y un verano como tantos otros marchó a Daimiel. Unas semanas después recibimos una llamada del médico de cabecera: estaba muy enfermo. Rápidamente mi padre cogió el primer tren. A mitad del camino, sentado tranquilamente en su vagón, mirando por la ventanilla, algo le sobresaltó. “¡Gaspar, Gaspar!”. Escuchó una voz que gritaba su nombre y creyó reconocer esa voz: era la de su hermano Rafael. Se volvió al instante pero no vio nada fuera de lo normal ni ningún otro compañero de vagón mostró el más leve signo de que algo fuera de lo normal hubiese sucedido; pero mí padre sí que había escuchado una voz que repetía dos veces su nombre, y estaba seguro que esa voz era la de mi tío.

Llegó a Daimiel y se dirigió a la casa, pero ya era tarde: mi tío Rafael había muerto unas horas antes, justo durante el trayecto que mi padre hacía en tren desde Madrid.

Pero no fue entonces, sino años después, cuando mi padre le comentó al médico de cabecera que atendió a mi tío y permaneció junto a él en el preciso instante de su muerte, la experiencia que había tenido en el tren cuando se dirigía a Daimiel. El médico se sorprendió y le confesó a mi padre que justo en el momento de la muerte mi tío Rafael lo llamó y dijo dos veces su nombre: “¡Gaspar, Gaspar!”.

Pasaron más años y la casa de Madrid había sufrido grandes cambios: nueva pintura, nuevos muebles, nuevo reparto de habitaciones... la que antes fuera la habitación de mi tío, ahora era la mía.

Una noche estaba con dos amigos en el salón y hablábamos, precisamente, de mi tío. No había nadie más en la casa, pues toda la tarde la habíamos pasado solos. La única luz era la de la lámpara de pie del salón. En un momento dado, algo surgió y tuve que levantarme para ir a mi cuarto a coger alguna cosa. Abrí la puerta del largo pasillo que cerré al pasar. Avancé, apenas sin luz durante unos metros cuando un frío intenso bañó todo el pasillo; parecía como si en pleno invierno se hubieran dejado abiertas todas las ventanas... pero no era invierno y además todas las puertas que daban al pasillo estaban cerradas. Fuertemente impresionado llegué hasta el interruptor de luz y lo accioné. Ahora había luz pero el frío continuaba y ahora un fuerte olor bañaba todo el pasillo: ¡el olor de mi tío! Me quedé paralizado, mirando a todas partes pero sin ver nada, mientras el frío y el olor continuaban. Como pude, me di la vuelta y regresé hasta el salón. Mi llegada sorprendió a mis amigos, sobre todo por la cara de susto que llevaba. Les conté lo sucedido y sin movernos del salón, permanecimos allí quietos hasta que fue llegando el resto de mi familia. La normalidad del pasillo se había restaurado pero hoy, muchos años después, sigo reviviendo ese episodio como si se tratase del primer día.

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