martes, 3 de marzo de 2015

Pasión por los bolos

Eran tiempos de guateques a todo pasto, y de ir de chica en chica, sin fijeza, buscando. Con igual fuerza me atraían el salir con los amigos y la reciente afición a los bolos. Solíamos ir a “Bolín”, en la calle Céa Bermúdez. Allí jugábamos normalmente una partida de bolos grandes y otra de bolos pequeños (lo que era pequeño no eran los bolos sino las bolas pero, aunque nos gustaba más jugar a los grandes, también nos apetecía la diversidad y el probarlo todo). Aunque según las reglas sólo se podía tirar 11 veces (10 de la partida más una que te dejaban tirar de propina y que servía de calentamiento) nosotros hacíamos trampa y, sin que se diese cuenta el encargado, solíamos tirar alguna vez más.

Aún recuerdo aquellos momentos, sentados cómoda-mente frente a la pista, con el cubalibre a mano y el cigarrillo rubio inglés para darnos importancia. Al otro lado de la pista había una zona reservada a las parejas; era algo así como un laberinto lleno de sofás con múltiples esquinas para preservar la intimidad, y todo en ello en penumbra y con música romántica de fondo. Por la imaginación, pasaba alguna vez el deseo de ocupar uno de aquellos lugares con una chica a nuestro lado, sin embargo íbamos a jugar a los bolos y eso era lo que hacíamos.

Como en todo juego, el rito estaba presente: revisar las bolas, cogerlas y sopesarlas, y por fin elegir una; después, mirar al fondo y comprobar que los bolos estuviesen correctamente colocados (en aquella época era un chico quien de forma manual los iba colocando en su sitio después de cada tirada); agacharse y mirar, tratando de calcular la fuerza y dirección necesarias para el acierto; una última respiración y la bola que salía disparada con efecto; y finalmente, la vista siguiéndola con ansiedad, el estrépito y el salto de alegría o la cara de resignación según hubiese sido el resultado. Muchos “plenos” conseguí, aunque también algún que otro “canalillo”. Y al final de la partida era costumbre lanzar no una bola, sino una moneda para que el encargado, allí al fondo de la pista, la recogiese como propina. Después la calle, ya de noche, caminando y hablando, con la juventud explosionando, así como las ganas de volver allí otro día para jugar una nueva partida tan pronto tuviésemos más “pasta” fresca para hacerlo.

No hay comentarios: